miércoles, 31 de octubre de 2012

Cleptópodo.


Matías había perdido uno de sus pies en un accidente de tráfico, pongamos que el izquierdo. No es que no se acordara de dónde lo había dejado, no, hombre, no, es que debido a la colisión se le separó del resto de la pierna y se le hizo pedazos y no hubo manera de reconstruirlo para volver a unírselo.

Desde entonces, Matías robaba pies. Le habían puesto uno ortopédico, muy bueno, que habían creado ingenieros japoneses de la Toyota, pero no le molaba. Llegó a obsesionarse bastante con este asunto, le gustaba tener muchos pies diferentes para írselos cambiando cada día, o simplemente por el afán de conseguirlos. Se colaba por las noches en las casas de la gente y, mientras dormían, les cortaba el pie con una sierra láser muy potente que le habían traído de Alemania. Sus víctimas nunca se enteraban de nada, la sierra era muy eficaz y no hacía nada de ruido ni dejaba nada de restos, y, a la vez que cortaba iba aplicando una loción que hacía que la herida se curase en el acto, algo parecido a la tirita esa que tienen algunas cuchillas de afeitar, pero más fuerte, por lo que ni siquiera quedaba mancha de sangre alguna. Los pobrecitos cuando se levantaban de la cama siempre se caían, porque no contaban con esa superficie de apoyo de menos, con esa sustracción de seguridad, ese favor a la ley de la gravedad, era algo nuevo e inesperado para ellos, y muy gracioso y patético de ver. Imaginaos que trabajáis en el departamento de seguridad de un casino y que tenéis delante de vosotros un montón de pantallas de esas que lo controlan todo, pero que en todas y cada una de ellas están poniendo capítulos de Humor Amarillo, distintas pruebas; pues bien, algo así es lo que se vivía por las mañanas en los barrios por los que Matías había pasado la noche anterior. También le robaba pies a los animales, dando lugar a escenas bastante ridículas que dieron lugar a los vídeos más visitados y comentados en Youtube.

Ostenta el dudoso récord de ser la persona del mundo que ha ensayado con más bandas. Se las ingeniaba para conseguir una copia de las llaves de los locales y hacerse con todos los pies de micro, todos los pies de guitarra y bajo, los pies de teclado, de platos, pies de altavoces, de trompetas, saxos y trombones.

Profanaba iglesias, ermitas y catedrales para arrancarle los pies a cristos, vírgenes y santos, yendo más allá que el mismísimo Ramón Ramírez al cortarle también los pies al pobre perro de San Roque. Se apuntaba a todos los clubs de escalada y alpinismo que se cruzaban por su camino, para robar todos los pies de gato de sus compañeros. Robaba pies de cámaras de todo tipo. Se volvió tan loco que entraba en los videoclubs, mediamarkts y carrefours y robaba todos los ejemplares de todas las películas de la saga American Pie.

Ahora, la gota que colmó el vaso, la meada fuera de tiesto definitiva, tuvo lugar cuando le dio por ponerse a robar pies de página y pies de fotos. Las autoridades no actúan si amputas miembros a la ciudadanía, pero atacar a la propiedad intelectual es algo que está por encima de todo código ético y moral. Así que las autoridades actuaron, y lo metieron al talego, unos cuantos años. Se le pasaría la tontería.


lunes, 1 de octubre de 2012

Ahorafobia.

Me da pánico el presente. Cada vez que miro el reloj y veo la hora que es, me cago en los pantalones. Da igual que sea de noche  o de día. No puedo soportarlo, es como un nido de cuervos que se me agarra a la garganta y me ahoga, como una masa viscosa y gris que se me mete por la nariz y me inunda las cuencas de los ojos. Como un dolor de barriga muy fuerte ocasionado por un hipo de varios meses. Como una luz al fondo de un túnel, pero tan cegadora que no te deja ver el propio túnel por el que has de caminar. Como un picor intenso en la planta del pie, como pequeños pinchacitos en los huevos. Como un puñado de clavos en la boca, aderezados con kétchup Hacendado. Como una función de Ángel Garó subtitulada en cirílico, como un disco de Melendi Y Amigos. Como tu ausencia prolongada en el tiempo, como una astilla en una uña, como una hostia en el dedo chico del pie. Como los señores enfarlopados que te piden las baquetas después de la verbena mientras su hijo de 5 años baila sobre el altavoz más potente. Como las moscas. Como una ola tu amor llegó a mi vida, como una ola de fuego y de caricias. Como un halcón herido por las flechas de la incertidumbre, como Nicholas Cage en Livin’ Las Vegas. Como el sol cuando amanece yo soy libre. Como cinco piezas de fruta al día. No me lo creo ni yo.

La única solución es vivir atemporalmente, no tener consciencia de ser, que nadie a mi alrededor me recuerde que existo. Por favor. Gracias.




viernes, 14 de septiembre de 2012

Mi primera entrada.

Puede que no sea gran cosa, al menos de momento. Aun así, veámosla como el comienzo de una bonita madurez. Quizás algún día se expanda por el infinito de mi cabeza y se convierta en una calva señorial. En ese caso tendré la opción de raparme el pelo que me quede, que es lo que hace la gente moderna, o dejarme melena, emulando el “Santiago Segura Style” (que no es más que una burda imitación del “Rappel Style”); esta melena implicaría una gomita atándola de vez en cuando, dando lugar a un look que siempre me ha vuelto loco: la calva con coleta. Oh, por favor, qué cosa más chula.

Sin embargo, la idea que más me seduce es la de la cenefa, una cenefita de pelo, como si se tratase de la pared de una cocina. Podría incluso pintarme cuadritos o frutitas en esa pequeña porción de pelo que me quedase, unos racimos de cerezas, unas espigas… ponerme unos ganchos, en los que colgaría las manoplas que protegen del calor de la bandeja del horno, o la espumadera, el cucharón y otros utensilios de mango largo, o el típico delantal con unas tetas dibujadas. 

Un elemento que combina muy bien con la cenefa es la cortinilla, pero no me acaba de convencer, considero que no son necesarios más Anasagastis en el mundo.

Cabe también la posibilidad de que esta entrada (que no se ve correspondida en simetría al otro lado de la cabeza, aprovecho para decirlo), se quede como está, que no llegue nunca a juntarse con el posible claro en el bosque de la coronilla. Si la situación fuese esa, no tendría necesidad de raparme para parecer moderno, pues una entrada pequeña es más o menos disimulable con un poco de pelo por encima, aunque podría igualmente pintarme cerezas o colgarme el delantal de las tetas pintadas.

No sé si aún se estila, pero recuerdo que hace unos años también se le llamaba entrada a las pelotillas de moco que se sacan de la nariz. Hubiera sido bastante desagradable, supongo, poner una foto de mi primera pelotilla de moco, aparte de que, después de veintipico años, dónde estará. Podría iniciar una investigación arqueológica para encontrarlo, al igual que en el cuento ese de Cortázar en el que le hace un nudo a un pelo y lo tira por el desagüe y después de nosecuánto tiempo se pone a buscarlo, abriendo en canal todas las calles de la ciudad para registrar una por una todas las cañerías; bueno, a lo mejor no era exactamente así, pero algo parecido, quizá no fuera ni de Cortázar.

Otra opción hubiera sido enseñaros una entrada de la primera vez que fui al cine, que, si no recuerdo mal, fue cuando pusieron Aladdín, aunque no creo que aquella entrada esté al alcance de nadie, y menos conociendo a mi madre, que lo tira todo. Sí que tengo guardadas, y a mano, unas cuantas entradas de conciertos, pero no creo que ninguna de ellas sea la primera, además, destacar un concierto por encima de todos los demás por el mero hecho de haber ido antes me parece una injusticia muy grande.

Hay un momento en la vida de todo ser humano que quiera ser considerado “de bien” en el que tiene que dar la entrada para un piso, para un coche, para un lulú de Pomerania… Eso es algo que aún me queda lejos, aunque si llega ese momento, siempre podré levantarme el flequillo y enseñarle a quien corresponda mi trocito lampiño de frente y decirle Cóbrese.


En cualquier caso, bienvenidos a éste, mi blog. El dolor de cabeza está garantizado.